Como algunos de ustedes probablemente saben, he pasado la última semana de vacaciones en Sassari —Cerdeña—, disfrutando del sol, la playa, y comiendo pasta y pizza. Sí, eso y poco más, que ya es bastante. Aprovechando un vuelo de Ryanair, una de las principales compañias aéreas de bajo coste, me planté en la isla por poco más de setenta euros por persona, ida y vuelta. El caso es que me llamó la atención que en el viaje de ida ninguno de los mensajes habituales acerca del uso y localización de los distintos mecanismos de emergencia, tales como chalecos salvavidas, cinturones, máscaras de oxígeno o las propias salidas de emergencia estuviera en castellano, catalán, o italiano, cuando tales son las lenguas oficiales —o co-oficiales— de la ciudad origen y de la de destino, respectivamente. No, todos los mensajes estaban en inglés.
No puede decirse que yo sea totalmente bilingüe en relación al inglés, pero me defiendo con relativa soltura, y he volado lo suficiente como para saber —o creer saber— dónde está cada cosa y cómo utilizarla; afortunadamente, jamás ha sido necesario llevar ese conocimiento a la práctica, porque entonces veríamos si lo que creo saber es lo que sé en realidad. Sin embargo, teniendo en cuenta que estos mensajes se emiten, asumo, con la intención de incrementar la seguridad de los pasajeros en el caso de producirse un posible accidente o fallo aéreo, disminuyendo así el riesgo personal de cada uno de ellos al saber utilizar los mecanismos proporcionados, carece de sentido que se emitan en una única lengua que no es, probablemente, la que conocen la gran mayoría de sus receptores.
En otras palabras, y acabando de aplicar terminología de seguridad informática al mundo físico, si dedicamos recursos tanto humanos como económicos a instalar y revisar controles que reduzcan el riesgo e incrementen la seguridad de las personas, ¿qué sentido tiene que esas personas no sepan cómo hacer uso de ellos llegado un potencial problema de seguridad?