La semana pasada un compañero de trabajo, J., me contaba que había decidido empezar a utilizar la banca electrónica, y evitar de este modo tener que desplazarse a la oficina o al cajero para realizar consultas o transferencias económicas. Puesto que no le era posible realizar la consulta personalmente, le había pedido a su progenitor que se acercase a la sucursal y se informase de toda la documentación y trámites necesarios para activar el servicio en cuestión, servicio que sabía que su entidad bancaria ofrecía gratuitamente.
Y así lo hizo éste.
Ese mismo día, al llegar a casa, su padre le entrega todo el papeleo que le habían entregado en el banco: información identificativa como el nombre, apellidos, y DNI, más otra algo más sensible: número de cuenta del cliente y todos los códigos necesarios para la realización de trámites por Internet. Todo ello obtenido sin necesidad de presentar ningún documento que acreditase la identidad de ninguna de las dos personas, ni ninguna declaración de autorización ni fotocopia del DNI; y tampoco porque hubiese una relación de amistad entre el empleado del banco y el padre de mi compañero (que ni aun así, pero bueno…). No; todo lo que hizo falta fue decir un nombre y apellido.
Aunque es cierto que, en mi opinión, las medidas de seguridad de las entidades bancarias suelen estar a la altura de las circunstancias (más les vale), casos como este son una de las razones para no bajar nunca la guardia. Y es que teniendo en cuenta lo que se juega uno, no es como para tomárselo a broma…
(Si quieren saber el final del cuento, J. puso una queja formal, tras la que recibió una llamada del director de la sucursal pidiendo disculpas y asegurando que algo así no volvería a pasar).