Dado que los españoles somos una raza muy aficionada a ignorar nuestra historia y, por tanto, nos privamos de la capacidad de interpretarla de forma objetiva y desprendida de cualquier sesgo interesado, puede que sea oportuno comenzar recordando el episodio histórico de “los últimos de Filipinas”.
En su libro “El sitio de Baler. Notas y recuerdos” (libro traducido al inglés y cuya lectura se recomienda en el Ejército de los Estados Unidos de Norteamérica) el Teniente Saturnino Martín Cerezo narra la gesta de un grupo de cincuenta soldados españoles sitiados durante 11 meses, entre el 30 de junio de 1898 y el 2 de junio de 1899, en la iglesia de San Luis de Tolosa de la localidad de Baler, en la isla filipina de Luzón; éste es uno de sus pasajes:
“El mismo día 30 (de septiembre) recibimos una carta del gobernador civil de Nueva Écija, señor Dupuy de Lome. Nos participaba en ella la pérdida de Filipinas, y el mismo comandante político-militar, que dijo conocerle, no pudo menos de manifestar que si en circunstancias normales hubiera recibido aquel mensaje pidiéndole dinero, lo hubiese dado sin titubear un sólo instante, porque la letra, que también aseguró conocer, parecía la verdadera. Siguieron a esta carta las actas de capitulación del comandante D. Juan Génova Iturbe; del capitán D. Federico Ramiro de Toledo, y de otros que no recuerdo. Luego fueron sucesivamente participándonos que se había rendido el comandante Caballos, destacado en Dagupán, y entregado 750 fusiles; que el general Augustí había capitulado en Manila porque su señora estaba prisionera de los tagalos, y otra porción de noticias por el estilo. Cerró la serie aquella, otra carta del cura de Palanán, Fr. Mariano Gil Atianza, resumiendo y confirmándolo todo, diciéndonos que se había perdido el Archipiélago; que ya no tenía razón de ser nuestra defensa y que depusiéramos inmediatamente las armas, sin temor ni recelo, porque nos tratarían con todo linaje de atenciones.
Preciso es confesar que tanto y tan diverso testimonio era más que sobrado para convencer de la realidad a cualesquiera; mas conocíamos el empeño, la cuestión de amor propio que tenían los enemigos en rendirnos, y esta idea nos mantenía en la creencia de que todo aquello era supuesto y falsificado y convenido. Por esto cuando nos participaron que tenían con ellos a varios de los que habían capitulado, les contestamos que nos los llevasen para verlos y por esto no dimos crédito ni a la evidencia de la carta del gobernador de Nueva Écija, ni a las actas ni a nada. Por otra parte, no cabía en la cabeza la ruina tan grande que nos decían; no podíamos concebir que se pudiera perder con tanta facilidad aquel dominio; no nos era posible ni aún admitir la probabilidad de una caída tan rápida y tan estruendosa como aquella”.
En síntesis, es la historia de la heroica resistencia y el sacrificio de este grupo de soldados que, aislados y sin esperanza de auxilio, defendían una posición en el marco de una guerra que ya había finalizado; resistieron innumerables intentos de asalto, bajo el continuo fuego de fusilería de los tagalos, al mismo tiempo que emprendían salidas por sorpresa en busca de alimentos. Mantuvieron su negativa a la rendición, a pesar de los emisarios que, en varias ocasiones, les enviaron los sitiadores, con periódicos, para comunicarles que desde agosto, cuando Manila capituló, había un alto el fuego y que desde el 10 de diciembre de 1898, con el Tratado de París, España había cedido la soberanía sobre aquel territorio a los Estados Unidos. En definitiva, no daban crédito, había desconfianza y pensaban que las publicaciones que les hacían llegar los filipinos podían estar manipuladas.
No resulta difícil adivinar algunos rasgos de aquellos soldados:
Por un lado, el análisis del perfil del propio jefe del destacamento, Teniente Martín Cerezo, permite esbozar el origen y formación media de aquellos hombres: trabajaba de jornalero en su localidad natal de Miajadas (Cáceres) hasta ser alistado como recluta a los 19 años. Es decir, se trataba de hombres con una formación básica.
Por otra parte, estaban habituados a una situación de conflicto y de ausencia de plena seguridad; la sublevación de los tagalos había comenzado casi dos años antes, en agosto de 1896, con lo cual la mentalización y la percepción del escenario de riesgo en el que operaban eran absolutas.
Pero ciento veinte años después, la tormenta perfecta
Inmersos desde hace algún tiempo en plena era de la información, nuestros buzones de correo, nuestras redes sociales y nuestras herramientas de mensajería instantánea canalizan cada día decenas, cuando no centenares, de mensajes que pugnan por captar nuestra atención.
Pero dado que “a perro flaco, todo se le vuelven pulgas” y que “poderoso caballero es don dinero”, la situación se ha vuelto más compleja porque, bajo la tiranía de vil metal, no faltan personajes faltos de escrúpulos y de cualquier rastro ético que, deliberadamente, utilizan esos canales para difundir noticias falsas con diversos fines.
Si en el pasado las técnicas para la propaganda se convirtieron en una herramienta más de los conflictos armados, posteriormente el sector profesional del marketing se convirtió en el escenario de pruebas para industrializar el arte de la comunicación orientado a la mejora del posicionamiento de sus productos. Desgraciadamente, esas habilidades y esas capacidades vienen siendo reutilizadas por esos desaprensivos para la comercialización de campañas de desinformación: ejércitos virtuales de perfiles falsos nos acechan cada día y la mentira y el engaño se han convertido en una nueva industria.
Por desgracia, parece que importantes segmentos de la población parecen vivir ajenos a esta realidad. Mucha gente parece “tocar de oído” en el ámbito digital y, exentos de cualquier criterio mínimamente crítico, dan crédito y amplifican noticias falsas a través de sus correos electrónicos, redes sociales y herramientas de mensajería instantánea.
Por un lado, indudablemente, no resulta fácil el tratamiento de ese volumen de información de diversa naturaleza (personal, profesional, noticias de actualidad política, social, comercial, científica, etc.) en el limitado espacio temporal que nos ofrece cada jornada. Además, en unos casos la responsabilidad profesional obligará a su manejo, mientras que, en otros, la motivación vendrá, simplemente, de la mano de la necesidad humana de participar activamente en su entorno social, difundiendo y compartiendo noticias de su interés.
Desde otra perspectiva, muchos de esos canales de información recurren a contenidos que puedan resultar sugerentes para amplios grupos de destinatarios con la única y exclusiva finalidad de distribuir software malicioso a la búsqueda de un beneficio, frecuentemente, económico o político.
Se desata así la “tormenta perfecta”: la gran red, nacida para compartir la información y para llevarla hasta el último rincón del planeta, expuesta al riesgo de sucumbir ante la falsedad y los delincuentes.
Y todo esto sucede en un entorno donde la población de los países occidentales goza de las mayores oportunidades de formación y capacitación de la historia… ¡aunque ese escenario de progreso y bienestar también parece asociado a un apreciable nivel de candidez, complacencia e inocencia! Los disparos de fusilería que amenazaban a los “últimos de Filipinas” hoy llegan a través de las redes de comunicaciones y, aunque, generalmente no causen heridas mortales, los daños pueden llegar a ser fatales para personas u organizaciones. La realidad es que, a pesar de sus oportunidades de formación, el ciudadano medio occidental opta frecuentemente por ignorar los riesgos de unas amenazas que no visualiza y cuyas armas no desprenden sonido o fogonazo.
El “timo de la estampita” sigue funcionando en versión digital y sin una gran discriminación respecto a la capacitación y formación de sus víctimas.
Y, en el ámbito corporativo, este desprecio a los riesgos del mundo actual constituye una vulnerabilidad que amenaza la propia supervivencia de las organizaciones o, incluso, el funcionamiento de los servicios esenciales para la comunidad.
Verifique y proteja la información
En definitiva, pareciera que en plena era de la información, mandase la desinformación.
Se presenta entonces como imprescindible un esfuerzo colectivo para que la sociedad en su conjunto sea capaz de entender los riesgos asociados al ámbito digital.
Al individuo le corresponde adquirir un hábito crítico a la hora de procesar información, huyendo de toda confianza y reconociendo los clásicos parámetros que sirven como anzuelo para las acciones maliciosas (dinero, fama, sexo, ofertas impensables,…); ello le ayudará a protegerse ante la simple desinformación o ante los ataques a la propia información y a las infraestructuras que le dan soporte.
En unos pocos segundos, los buscadores de Internet nos ofrecen la posibilidad de verificar rápidamente la falsedad o la veracidad de una noticia y, de este modo, evitar el acceso a sitios maliciosos o, simplemente, el reenvío de mensajes de contenido falso.
Atañe también al individuo la prestación de la adecuada atención a las campañas de concienciación que, en materia de seguridad de la información, despliega su organización… ¡aunque solo sea empujado por una motivación puramente egoísta! A corto y medio plazo, un ciberincidente puede llegar a ser “la prueba del algodón” para la salud operativa de una organización, de modo que mejor cuidar esa salud… y el propio puesto de trabajo.
A su vez, desde la perspectiva corporativa, tanto las instituciones públicas como privadas deben dotarse de mecanismos ágiles para que sus empleados puedan acceder a herramientas que les permitan verificar la veracidad de una noticia. ¿Qué decir de las herramientas de todo tipo, organizativas, procedimentales y técnicas, necesarias para proteger la información corporativa y para mitigar la natural tendencia de sus usuarios a primar la funcionalidad en detrimento de la seguridad? En función del sector de actividad de la organización, existe todo un surtido de sistemas de gestión de seguridad de la información donde elegir.
Para hacer frente a esta tela de araña que tejen los vendedores de falsedades y aquellos otros que intentar secuestrar la voluntad de las organizaciones a través del robo de su información, resulta imperativo que las instituciones desplieguen con prontitud planes de formación y de concienciación en seguridad de la información.
En tercer lugar, no menos vital es la obligación de los gobiernos para garantizar la formación y la educación de las nuevas generaciones respecto al correcto funcionamiento y buen empleo de un ámbito en el que se desarrolla buena de su actividad, el universo digital. Para ello resulta imprescindible cultivar el espíritu crítico que cabe esperar de la especie humana, huyendo de la dictadura de la ignorancia.
Como señalaba recientemente mi compañera Inés Rosell (https://www.hijosdigitales.es/es/2021/11/ciberseguridad-asignatura-pendiente-universidades/), “sin educación no hay ciberseguridad, y sin ciberseguridad no puede haber transformación digital”.
Hacia una cultura de ciberseguridad
En una sociedad que, minuto a minuto de su vida, convive con dispositivos de tratamiento de la información, la protección de esa información no es cuestión reservada a técnicos especialistas ni a ningún departamento corporativo de gestión de tecnologías; antes bien, debe ser un conocimiento básico y transversal.
Igual que se aprende a leer o a escribir como habilidades básicas para desenvolverse en una sociedad mínimamente desarrollada, en pleno siglo XXI la población en general debe estar formada y capacitada para saber manejar de forma oportuna la información que maneja. Ya no es admisible que el conocimiento de un usuario estándar sobre la seguridad de la información se reduzca a renovar una contraseña transcurridas seis u ocho semanas.
Los riesgos hostigan a nuestros dispositivos cada hora del día… ¡no los ignoremos! En particular, el correo electrónico y otras herramientas de mensajería son entornos prestos a la aparición de amenazas que requieren la imitación del espíritu crítico y del análisis de los riesgos que caracterizaron a los “últimos de Filipinas”.
Si un grupo de humildes soldados de finales del siglo XIX fue capaz de desarrollar ese sentido crítico y de valorar los riesgos de su situación, nada debería impedirlo transcurrido más de un siglo. Téngalo presente cada vez que encienda su ordenador o que acceda a alguna red social o aplicación de mensajería instantánea desde su teléfono inteligente.